La vida es una sucesión de duelos continuos que nos van preparando para el duelo mayor: la propia muerte y el desapego al cuerpo físico.

Desde que nacemos, vivimos duelos constantes: mudanzas, cambios de colegio, pérdidas de trabajo, muerte de mascotas, fallecimiento de abuelos, progenitores, compañeros, familiares, amigos, divorcios…

Sin embargo, la sociedad actual no nos prepara de ninguna forma para gestionar duelos. Todo lo contrario, nos distrae de mil formas posibles para que no dirijamos nuestra mirada a lo importante de la vida, a lo esencial, a obtener aquellas herramientas que nos van a ayudar a transitar con serenidad y sabiduría todo lo que la vida nos vaya poniendo delante. Con dolor, pero sin sufrimiento.

Conversación entre el ser humano y un ángel

                                                                                          Dibujo por Anouk García Correa

Y, en concreto, durante la adolescencia, donde a los duelos propios de la vida se les añade los duelos específicos de esta etapa, este desamparo, esta falta de acompañamiento e información es mucho más evidente. Los adolescentes viven cambios físicos y hormonales muy fuertes que desembocan en auténticas crisis de identidad y, en el peor de los casos, incluso a acabar con su vida. Si tuvieran esas figuras de referencia con un trabajo personal profundo a sus espaldas, y con una comprensión del momento vital del adolescente, junto con espacios adecuados para que se expresen sin sentirse juzgados ni rechazados, quizás, solo quizás, seríamos capaces de vivir una vida más serena desde nuestro nacimiento a nuestra muerte.

El problema que viven los adolescentes es la falta de acompañamiento de sus figuras de referencia, generalmente el padre y la madre, pero también profesores y demás adultos que les rodean, para discernir y para aprender a transitar todos los duelos, físicos, emocionales y relacionales que se viven con una intensidad muy particular durante estos años. La falta de espacios en los que compartir sus inquietudes de forma sana y acompañada es un verdadero problema. Y por otra parte, es una gestión emocional completa y profunda desde la niñez.

Debemos tomar conciencia de la necesidad de una educación emocional profunda desde que el ser humano se encarna. Puntualizo profunda porque siento que hoy en día creemos que se educa en la gestión de las emociones y que es suficiente con poner cuatro caritas a la entrada de las aulas para que cada niño señale al entrar con cuál se identifica.

Deberíamos acompañarlos, protegerlos y actuar como guías en el descubrimiento de su potencial, de forma que puedan atreverse a volar en uno de los momentos más vitales e “inmortales” de la vida.

Es un trabajo personal de cada uno de nosotros, como padres, como niños, como adolescentes, como maestros, como abuelos…  Y de muchas horas, de un gran esfuerzo, de horas de terapia que nos ayuden a conocernos mejor y de una buena dosis de humildad para aceptar nuestras imperfecciones. Y si algún día lo conseguimos, la adolescencia será otra cosa; no la relacionaremos con el conflicto, ni se convertirá en la lucha de poder entre adultos y adolescentes, como sucede tan a menudo.

Como anécdota, quiero compartir el estirón de mi hijo, que creció en un año 30 centímetros, pasó de un 37 a un 44 de pie y de vez en cuando soltaba algún gallo que, afortunadamente, le hacía reír… ¿Cómo no van a necesitar estos seres nuestro apoyo para llevar a cabo esa transición tan dura a infinitos niveles?

Para finalizar, añadir que este artículo está escrito desde mi propia experiencia, con mis hijos, los amigos de mis hijos y el viaje a través de mis propios duelos pasados y presentes, y de su sanación en algunos casos. Mención especial a mis hijos, por existir.

En la vida no hay cosas que temer, solo cosas que comprender… Hablemos.

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Gracias a la vida, por poner en mi camino a todas las personas que me están ayudando a cumplir con mi propósito.

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