Siento que mi vida ha sido, y sigue siendo, un peregrinaje continuo.
A menudo me preguntan de dónde soy, y la verdad es que nunca estoy segura de qué contestar: siento que soy de la vida, que me emocionan las jotas y vestirme de blanco con mi pañuelo y mi faja roja cada mes de julio mientras espero el chupinazo. Recuerdo, con seis o siete años, ver a los peregrinos que hacían el Camino de Santiago en la plaza del pueblo, hace ya más de cuarenta y cinco, rellenando sus cantimploras con el agua fresca y cristalina de la fuente. Y preguntarme, desde que tengo razón, quiénes eran esas personas que, cargados con una mochila y ayudados por un bastón, caminaban casi 1.000 km cuando podían desplazarse en coche. ¡La curiosa y maravillosa mente de los niños!
Pero me estoy adelantando, voy a empezar por el principio.
Siento que mi vida ha sido, y sigue siendo, un peregrinaje continuo. Desde aquí, os quiero invitar a que me acompañéis en este viaje. Mis padres son de un pequeño y precioso pueblo de Navarra llamado Viana. Lo de precioso no lo digo yo, que conste, lo dicen con sorpresa todas las personas que se han topado con él, algunas veces por casualidad. De hecho, por si me oye mi madre, y ahí va un poco de historia, quiero aclarar que no es un pueblo, es la muy noble, ilustre y leal Ciudad de Viana, y de hecho el heredero a la Corona de España tiene el título de Príncipe de Viana. Cuando llegas al centro del pueblo, te trasladas inmediatamente a la Edad Media. Calles estrechas, casas de piedra, la Iglesia de Santa María que se eleva majestuosa en un lateral de la plaza Mayor, frente a la Casa Consistorial… Lo de pequeño, eso sí que es cierto, tiene unos 4.400 habitantes. Y está situado en el Camino de Santiago francés, es el último pueblo navarro antes de entrar en la Rioja. Yo no nací en Viana, sino en Palencia con “p” de perlita como me llama mi madre, Perlita del Carrión como el río que pasa por esa ciudad. Fue el primer destino de mi padre como funcionario, y cuando yo tenía poco más de un año, nos trasladamos a Gerona, donde residí hasta los dieciocho.
En este camino, he tenido una compañera bastante particular, con la que tengo una relación poco común. La muerte.
Cuando yo tenía nueve años falleció la hija de unos amigos íntimos de mis padres. Recuerdo todo el dolor que se respiraba en mi casa durante los meses que Victoria, que así se llamaba la niña, luchó contra la leucemia. Y también recuerdo “el día” como si fuera hoy. Vivíamos en el primer piso que tuvimos de Gerona y, al despertar esa mañana, fui al baño donde me encontré con mi madre. Con una pena que sentí por todo mi cuerpo, mi madre me explicó con lágrimas en los ojos que Victoria había fallecido de madrugada. La confusión se apoderó de mí porque, en mi mente infantil, los niños no se morían. Y ese fue el principio de la relación, misteriosa e incomprensible para muchos, que tengo con la muerte a día de hoy.
La muerte no entiende de edad. Esa fue su primera enseñanza.
Y por eso, no corro desaforadamente hacia delante intentando escapar de ella, ni le doy la espalda como si no existiera. Tampoco le digo que se adelante, porque quiero conocerla, comprenderla, y algún día, llegar a aceptarla. La muerte y yo caminamos juntas, codo con codo, sintiendo con mucha claridad que en algún momento vendrá a buscarme… aunque espero que todavía tarde unos años. Y de alguna manera, a medida que va transcurriendo la vida, mi amistad con ella se va fortaleciendo.
Durante mi infancia y mi adolescencia, pasaba las vacaciones de Navidad, Semana Santa y verano en Viana. Recordar los viajes de siete horas en coche por la autopista AP2 me traen a la memoria el sabor de los bocadillos de tortilla con chorizo que preparaba mi madre para comer en una de las estaciones de servicio de los alrededores de Zaragoza. Y de los casetes de Mocedades, música italiana de los 60, los Brincos, Nino Bravo y muchos otros clásicos que amenizaban esas horas interminablesLo apretados que íbamos mis tres hermanos y yo en los asientos traseros sin cinturón. El aire seco y caliente que entraba por las ventanillas que bajábamos con una manivela, mientras atravesábamos el desierto de los Monegros.
¡Qué aventura! Entumecidos, llegábamos a Viana con ganas de coger las bicis y perdernos por los Montes Azules. Los chicos del pueblo me llamaban “la catalana” por el ligero acento que tenía al hablar. La verdad es que no lo entendía, porque yo sentía que no tenía ningún acento. Cuando volvía a Gerona, era la navarra, con un acento bastante neutro a oídos de los gerundenses, pues en mi casa siempre hemos hablado castellano. Imagino que eso de no ser de ningún sitio, o de ser de donde pacía en cada momento, ha ido dejando cierta huella en mí. La libertad con la que me he mudado de un lugar a otro, sin miedo a la soledad de no conocer a nadie e, incluso, de no hablar el idioma, me ha permitido vivir, con dolor a veces y alegría otras, experiencias que de otra forma que hubieran sido impensables.
Recuerdo con claridad las estanterías llenas de libros que mis padres tenían en el piso de Gerona. Desde que tengo uso de razón, la lectura fue y sigue siendo mi fiel compañera. Me pasaba horas y horas viviendo aventuras por todo el mundo con los clásicos de la literatura. Con trece años expandí mis gustos y empecé a leer libros sobre experiencias cercanas a la muerte, y a autores que hablaban del duelo y del proceso de morir. Por cierto, mamá, gracias por seguirme el rollo. Como ya os he dicho, mi relación con la muerte empezó prontito. Cuando acabé el colegio, me fui a estudiar la carrera a Inglaterra, pasé un año de Erasmus en Francia, y otro año en Alemania antes de volver a España y asentarme, durante unos añitos, no exageremos, en Madrid.
Entre los dieciocho y los veinte años despedí a Mª del Mar, a Amanda y a Marie. Mª del Mar, mi mejor amiga de infancia, falleció un veintinuno de marzo, sin haber cumplido los veinte, y según su hermano, se convirtió en la primera flor que apareció esa primavera en el jardín de Dios. Marie era una de siete compañeras de pasillo en la residencia de estudiantes en la Universidad de Lancaster. No llegó a terminar el primer año de universidad. Y a Amanda, que junto un compañero y yo, nos fuimos los tres de Erasmus a Francia, de donde regresamos solo dos.
Echando la vista atrás, no me cuesta recordar cómo me sentía… divida, confundida, enfadada y muy triste. Dividida porque estaba en plena expansión, explorando el mundo, con ganas de divertirme y de disfrutar. Confundida porque no comprendía que una parte de mí no quisiera divertirse ni disfrutar. Enfadada con la vida por la injusticia que, a mis ojos adolescentes, suponía que una chica de mi edad no pudiera hacerse mayor. Y muy triste porque ya no volvería a compartir más momentos con ninguna de ellas.
Me gustaría creer que he aprendido, que hace ya tiempo que intento no juzgar mis emociones, y desde luego, que he hecho las paces con la vida, y con la muerte. Trato de disfrutar de todas las experiencias en la medida de lo posible, las agradables y las desagradables, teniendo en cuenta que todo pasa, y que nada permanece. Y siento que, a un nivel profundo, honro con mi gozo de vivir, ya no solo a Mª del mar, Marie y Amanda, sino a todas aquellas personas que no han tenido la fortuna de seguir cumpliendo años a día de hoy.
Así que, volviendo al peregrinar, después de más de treinta años de un lado para otro, veinticinco mudanzas, y despedir a muchas personas queridas que se han quedado en el camino, hoy en día tengo la fortuna, por eso de que me tira más el calor que el frío, de residir en el Rincón de la Victoria, provincia de Málaga. Disfruto de un sol que brilla casi siempre, me emociono mirando cómo el mar se tiñe de un color diferente cada día y agradezco la temperatura tan deliciosa que me acompaña durante la mayor parte del año.
La verdad es que se me han quitado las ganas de seguir “peregrinando” en el mundo, que no en la vida, porque siento que he encontrado el lugar en el que me gustaría disfrutar de lo que me quede hasta que me muera.
A todas las personas que he traído hoy a este espacio y que ya no están en este plano les agradezco desde lo más profundo de mi corazón su presencia en mi vida.
Y la enseñanza más importante que me ha acompañado desde entonces, y que intuyo que integré a nivel muy sutil:
Que la vida es un regalo, que no hay garantía de que todos llegaremos a la vejez, y que en cualquier momento podemos morir, independientemente de la edad que tengamos, de dónde estemos y de qué hagamos.
El peregrinaje que llevo transitado está siendo un buen camino, y me ha enseñado una importante lección:
Por un lado, la sabiduría de no acumular. Y por otro, a un nivel más profundo, la importancia del despego a nivel físico y emocional.
He empezado este artículo compartiendo contigo mi primer recuerdo de los peregrinos del Camino de Santiago, y me gustaría acabarlo volviendo a él. En la vida, vamos transitando etapas, avanzamos en nuestra existencia como si del Camino se tratara. Hay momentos en los que toca llenar la cantimplora, y hay otros en los que nos toca vaciar nuestra mochila porque se vuelve tan pesada que nos impide avanzar sin sufrimiento.
Te invito a que empieces a mirar atrás y ver cuánto Camino llevas recorrido, reflexiones sobre la etapa que estás transitando en estos momentos, cuán cargada llevas la mochila, y que tengas muy presente que cada vez te queda menos para llegar a Finisterre, donde tendrás que quemar lo poco o mucho que quede de tus pertenencias, materiales o no.